Lo publicamos en dos entregas, esperamos que os guste…
Berto se sentó ante el ordenador. Estaba cansado. La ducha había sido reparadora, pero doce días embarcado, con dos inmersiones diarias, terminaba siendo una paliza. Le gustaba lo que hacía. No hubiera dedicado su vida a tarea distinta en ningún caso, pero la preparación física la tenía descuidada, y sin embargo era vital para un biólogo marino que, como él, tenía el laboratorio en la profundidad de los océanos.
Volvió a prometerse a sí mismo que hasta la siguiente expedición trabajaría el gimnasio seriamente; luego, suspirando ante el disgusto que aquello le producía, encendió su pc. Era una tarea casi mecánica, al regresar a casa, entrar en el mundo de las telecomunicaciones para buscar referencias al hombre de los calcetines amarillos. Controlaba cada nueva entrada producida y también los desplazamientos que sufrían las que ya conocía. En ocasiones comprobaba, con satisfacción, que alguna de ellas, ante su insistencia, había terminado por desaparecer.
Berto no era aficionado a navegar por internet, ni a las redes sociales, pero tras largos años de perseguir al hombre de los calcetines amarillos, se había convertido en un experto. Si en alguna página del globo virtual alguien hablaba de él, Berto lo detectaba inmediatamente y ponía en marcha los mecanismos que ya conocía de sobra para hacer desaparecer esa referencia.
Aquella noche no localizó variación alguna sobre la última vez que se había conectado, doce días atrás. Lanzó imprecaciones durante varios minutos. Estaba convencido de que los contactos con los responsables de la página belga “Amigos de los Héroes Anónimos” iban a surtir efecto, pero no había sido así; allí seguía el relato del “Hombre de los Calcetines Amarillos”. Apagó el ordenador decidido a volver a intentarlo de nuevo al día siguiente.
Estaba tan cansado que le costó conciliar el sueño. Como siempre que se ponía a la búsqueda del aquellos malditos calcetines, la imagen de su padre se materializaba en su pensamiento. Volvió a recordar, como tantas otras veces, la conversación que tuvieron muchos años atrás.
-¿Quieres decir que hay que hacer sin rechistar lo que vemos que hacen los demás, aunque no nos guste o no estemos de acuerdo? –le había lanzado él con desesperación.
La discusión venía a cuento de un viaje en InterRail que Berto, con dieciocho años recién cumplidos, quería hacer durante el verano. Eso le permitiría, con un solo billete, viajar durante veinte días por Europa subiendo y bajando a su antojo, conociendo gentes y ciudades que no había tenido la oportunidad de conocer. Precisamente era su edad el argumento principal de su padre para no permitir aquél viaje: aún no tienes edad para esas aventuras. Ya llegará. Berto lo consideraba ridículo y le reprochó que siempre tuviera que ajustarse a los convencionalismos en todo lo que hacía.
-No, no se trata de hacer lo que todos hacen. Además, eso no existe. Cada día se nos plantean múltiples opciones, todas ellas aceptables. Unos optan por unas y otros por otras. Eso nos hace a todos distintos. Pero no debes despreciar lo que has llamado “convenciones sociales”. Eso nos hace más fácil la convivencia. Y volviendo a tu verano. Este lo pasarás con nosotros. Julio te pillará bien avanzado cuando te den las notas de la selectividad, y luego habrá que hacer la confirmación de matrícula y todo lo demás. Antes de que te des cuenta estarás iniciando tu vida universitaria. Lo disfrutarás.
Cuantas veces había recordado Berto aquella conversación, tantas veces concluía que su padre estaba equivocado. Él hubiera dejado a su hijo hacer aquél viaje sin dudarlo. Consideraba fundamentales ese tipo de experiencias para la educación de los chavales.
Berto se seguía asombrando de lo diferente que había llegado a ser de su padre en todo. Roberto Sandoval era un hombre bastante normal, en su versión de ser una persona que seguía sin dificultad las normas establecidas. Para bien o para mal, siempre había estado atento a los modelos imperantes, de forma natural eso sí, nada obsesiva, y se había acomodado a ellos en la medida de sus posibilidades. Había llevado pelo largo cuando había que llevarlo y se lo había cortado cuando había que cortárselo. La corbata pasó a su armario en el momento adecuado y nunca dejó de ponérsela cuando entendía que procedía. Si bien antes muerto que llevarla cuando no fuera oportuno. Le horrorizaba destacar por pasarse tanto como por no llegar.
-¿Tu nunca has querido hacer nada diferente de lo que hacían los demás? ¿Nunca has querido destacar en nada? –le había preguntado una vez en un tono de voz que reflejaba cierto reproche.
-Lo cierto es que no. No lo necesito. Estoy satisfecho con mi vida. Me siento bien. Intento cumplir con mis obligaciones, resolver los problemas que se nos plantean, y superar las dificultades lo mejor que puedo. En ello cifro yo el éxito. No aspiro a dejar memoria de mí más allá de mis nietos, con suerte, y, aún para ellos, sólo el recuerdo de un hombre cabal que ha sabido hacer lo que debía. Nada más.
Berto, por el contrario, aspiraba a dejar su impronta en la investigación sobre la vida en los océanos; estaba decidido a hacer una gran aportación que le llevara a los más reputados textos sobre biología marina para las próximas generaciones.
Por otro lado, no recordaba haberse puesto corbata jamás. Se imaginó con la corbata pulcramente anudada encima del traje de neopreno mientras aleteaba entre bancos de peces, y se echó a reír a gusto.
Berto siempre había querido a su padre. Lástima que nunca se lo hubiera dicho. Todo lo que ahora hacía persiguiendo páginas, contactando y negociando con los administradores de ellas, a lo largo del mundo entero, lo hacía por él. Pero estaba cansado, cada año que pasaba se sentía más frustrado.
El sueño vino poco a poco a sustituir aquél pensamiento perenne contra el que nunca luchó. Se había acomodado a ello. Sin embargo huía del recuerdo de aquél día nefasto en el que, al salir del portal, camino del colegio, vio a la gente arremolinarse en la calzada, junto al semáforo. Se había entretenido en el desayuno con su madre que le había puesto al día de lo ocurrido con su padre aquella mañana. Se habían reído juntos imaginando su cara de consternación al salir a la calle luciendo aquellos calcetines amarillos.
La cosa comenzó cuando Roberto Sandoval fue a calzarse aquella mañana de miércoles. Un día cualquiera.