En la radio sonaba Like a prayer, de Madonna, y en los periódicos se hablaba de la caída del muro de Berlín como el inicio de una nueva Europa. La sonda ‘Voyager 2’ llegaba, entretanto, a Neptuno, después de 12 años vagando por el sistema solar, y un murciélago enmascarado combatía el crimen a golpe de gadget en los cines de medio mundo. Era 1989 y la nueva década asomaba vertiginosa, con el fin de la Guerra Fría como telón de fondo, pero una nueva lucha estaba a punto de librarse y se estaba gestando en la soledad de un despacho de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Ahí, Joseph Popp, un biólogo evolutivo que participaba activamente en la investigación del sida, decidió apartar un momento su trabajo principal, en su oficina de Ginebra, para crear el primer ransomware de la historia. Solo que entonces esta clase de extorsión no se llamaba así, porque, entre otras cosas, ni había leyes para perseguir este tipo de delitos ni había un lugar del crimen propicio: en 1989, Internet era aún una red académica y el correo electrónico, algo muy minoritario. Ni siquiera Popp, doctor por la Universidad de Harvard, tenía verdadera vocación delictiva: se había pasado media vida estudiando a los babuinos hamadrya del África oriental y otra media asesorando a la OMS para crear un sistema informatizado de prevención del VIH.
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