Antes de la era digital, los principales peligros a los que se enfrentaban los niños tenían siempre el mismo sujeto: un extraño. No te vayas con extraños. No hables con extraños. No aceptes nada de extraños. Los extraños, en fin, eran muchos y variados, pero en el imaginario colectivo solían ser siempre el mismo tipo de persona: alguien desconocido.
Así, bastaba con no haberle visto nunca para detectar esa clase de peligro. Sabiendo eso, y mirando al cruzar, uno lo tenía casi hecho para empezar a andar en la vida, aunque todo lo demás le estuviera esperando a la vuelta de la esquina. Pero aquel mundo, preludio de Internet, era accesible: todo estaba a golpe de vista.
Después llegaron los chats y los móviles –aquellas pantallas verdes y, sobre todo, aquellas baterías infinitas–, los politonos y todo tipo de aplicaciones. Y aquel mundo pasó a ser, entonces, una gota en todo ese océano que comenzaba a desbordarnos. Seguíamos mirando a izquierda y derecha, pero ya no teníamos tan claro eso de que no se pudiera interactuar con desconocidos. Aquel peligro remoto de vernos, de pronto, abordados se fue sofisticando. Y ahora, los extraños resultan más cercanos cuando nos escriben o nos llaman simulando ser otra persona. E incluso nos alertan de problemas que no vemos, pero su fin sigue siendo el mismo: acercarse a nosotros con fines maliciosos.
Los peligros de los jóvenes y adolescentes se han multiplicado, como lo demuestra el hecho de que desde el Congreso y el Senado se haya pedido al Gobierno la creación de una asignatura de ciberseguridad en los colegios e institutos que impida, acaso, eso mismo: que los menores hablen con esos otros desconocidos y acepten sus archivos o enlaces fraudulentos. Una forma también de reforzar a esos futuros adultos.
Según el último estudio sobre la cibercriminalidad en España, la mayoría de las víctimas de la ciberdelincuencia tiene entre 26 y 40 años, y son objeto, principalmente, de delitos de fraudes informáticos, amenazas o robo de identidad. Paradójicamente, muchos de ellos son nativos digitales con un exceso, quizás, de confianza digital. Aunque el grueso de los afectados pertenecen, mayoritariamente, a esa otra generación que creció, precisamente, al calor de esa desconfianza inculcada por madres que intentaron anticipar, de algún modo, un futuro más seguro.
El problema es que el presente ya no es predecible: basta un ligero pestañeo para que la realidad nos atropelle. Todo cambia a una velocidad de vértigo y la pandemia no ha hecho sino poner en evidencia nuestras costuras digitales: nos hemos tenido que adaptar a un mundo diferente cuando todavía no habíamos terminado de asimilar el anterior. En 2019, el CCN-CERT gestionó 42.997 ciberincidentes –más de un 11 % con respecto al año anterior–; en 2020, fueron 73.184 ciberamenazas. Un 70% más.
Esa nueva aritmética podría atribuirse a la situación de excepcionalidad que vivimos, con algo más del 14% de la población española teletrabajando, pero a tenor de los últimos ataques detectados no parece que los cibercriminales tengan intención alguna de vacunarse, al contrario: más de 500 millones de datos personales de usuarios de Facebook robados (11 millones de ellos, españoles); 13 millones de clientes y trabajadores de Phone House expuestos en la Dark Web o la venta al mejor postor de las credenciales de clientes y repartidores de la empresa de reparto Glovo, tras una nueva brecha de seguridad, nos indican que la delincuencia ni se crea ni se destruye, solo se transforma.
El ejemplo de Australia
Se impone, por tanto, la obligación de ampliar nuestro campo de visión y formar y concienciar más allá de lo digitalmente predecible. Si la fortaleza digital de una empresa o institución se mide por su eslabón más débil, la fortaleza digital de un país debe remitirnos al primer eslabón de todos: la escuela.
En ese sentido, la petición de crear una asignatura de ciberseguridad obligatoria acotaría las posibilidades de los criminales y convertiría a esos nativos digitales incipientes en cortafuegos futuros. Algo, por cierto, que también están estudiando en Australia donde esa misma idea –la de implantar un temario de ciberseguridad en los colegios e institutos– es ya un borrador en firme.
No se trata solo de protegerles de las amenazas que les rodean, sino de anticipar ese futuro (ciber)seguro que soñaron nuestras madres y que puedan empezar a andar en esa vida digital sin extraños a la vista.